10 d’octubre del 2010

Pequeñas Alegrías

Pilar pleitea con los cincuenta desde hace tiempo. Y no lo disimula. De hecho aparenta haberlos sobrepasado. Tampoco le importa. A estas alturas de la vida conserva más bien pocos sueños y ha aprendido a convivir con alegrías humildes. Viste inequívocamente faldas por debajo de la rodilla y blusas abotonadas casi hasta el cuello. Como aún es principio de otoño, las medias son finas. Hoy es domingo y acompaña a su madre a comprar pan y algún dulce para la comida. Esta es la única diferencia con respecto a otros días entre semana, y representa una de esas humildes alegrías en las que se complace Pilar.

Concepción, la madre de Pilar, dejó hace tiempo de pleitear con la edad. En verdad, nadie la conoce a ciencia cierta, ni ella misma la puede asegurar. En su pueblo natal quemaron todos los papeles de la parroquia en guerra, y el Ayuntamiento sencillamente no tenía papeles, los respectivos alcaldes bastante hacían con sacar adelante sus cultivos o ganados e intentar mediar en las discusiones de los vecinos sobre el lugar exacto donde se situaban los mojones, el uso de las aguas, ser testigos de las compraventas de tierras, ganados y casas o atender las necesidades de la Santa Madre Iglesia cuando era menester. El caso es que tampoco importa demasiado la edad concreta. Concepción es muy mayor, lo parece, lo aparenta y lo es. Guarda un luto infinito sin ninguna concesión al alivio de otra tonalidad textil que no sea el negro, salvo, su blanquecino pelo arrugado. Camina lentamente del brazo de su hija. El lamento es su vocablo más repetido. Y el suspiro su expresión más conocida.

Madre e hija caminan pausadamente el corto recorrido que separa el portal de su casa de la panadería. No cruzan ninguna palabra. Entran en el establecimiento y piden la vez. Una vez concedida, Concepción suspira profundamente y exhala un lamento sin demasiado convencimiento, simplemente rutinario. Pilar intenta observar los pasteles del mostrador por encima de los hombros de las personas que van delante de ellas. Todo ello con un estudiado movimiento de cuello puesto que su madre sigue agarrada invariablemente de su brazo. Después de unos instantes llega su turno.

-Buenos días. Saluda parcamente Pilar
-Buenos días. Le contesta mecánicamente el panadero. ¿Como está usted doña Concha? Pregunta sin pausas el hornero.
-¡Ay hijo mío! ¿Como quieres que esté? Mal, hijo, mal. Contesta Concepción como si se le escapara la vida en cada palabra.
-Pues yo la veo mejor que últimamente.
-Gracias, hijo, gracias, pero la procesión va por dentro. Suspira doña Concha dando por finalizado el diálogo de las cortesías.
-Me pones una barra de pan, dos bollos de crema y un pastel de nueces. Manifiesta Pilar cambiando incluso la tonalidad de su voz.

Mientras el panadero cumple con el pedido, Pilar observa más de cerca los pasteles de nueces y antes que llegue la mano del hornero con las pinzas, le señala el que ella quiere con una sonrisa maliciosamente impropia al tiempo que pronuncia suavemente “Este, este, ponme este” (maliciosamente porque ella sabe que es el que más nueces tiene de todo el escaparate). Embolsado y pesado. El panadero anuncia el precio. “Serán tres con setenta y cinco” En ese momento, y no antes para no desasir a su madre, Pilar rebusca en el gran bolso azul marino el monedero que deposita en el mostrador para empezar a buscar el dinero con el que pagar. Pilar gusta de pagar con el dinero justo y más si se trata de cantidades pequeñas como esta, así que no repara en las personas que han entrado detrás de ellas a la panadería y que esperan con más o menos paciencia ser atendidos. Al final encuentra las monedas justas pero cuando va a disponerlas en el mostrador observa que una de ellas es de Holanda.

-Ay espera, que esta es de la reina Juliana de Holanda. A ver si encuentro otra de veinte céntimos. Pero el monedero no está por la labor de encontrarlo por muchos suspiros que lance su madre. (Ni los cada vez más numerosos clientes en espera)Es que no encuentro otra de veinte, y esta es de la reina Juliana, me sabría mal no conservarla...

El panadero sin perder la compostura pero impacientándose tanto como el resto de clientes se dirige muy profesionalmente a Pilar.

-No te preocupes, ya me lo darás otro día.
-Gracias, gracias, mañana sin falta me paso para pagartelo.
Le contesta raúdamente Pilar guardandose al mismo tiempo la moneda de la reina.

Finalmente, una vez guardado el monedero en el bolso, colgado éste del hombro, asida su madre en el brazo izquierdo, y sujetando la bolsa con el pan, los bollos de crema y el pastel de nueces con esa misma mano, el conjunto se dirige a la puerta para encaminarse hacia su casa. Una vez fuera, se dibuja una nueva sonrisa maliciosa en la cara de Pilar mientras piensa que ninguno de los presentes se ha dado cuenta que la reina Juliana abdicó antes de la entrada del euro y que la efigie de la moneda era la de su hija Beatriz. Son aquellas cosas que se saben por ser aficionada a la historia, numismática compulsiva y también, porque no confesarlo, ser hojeadora habitual de revistas de corazón en las ocasiones en que visitaba la peluquería.

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